A pesar de los resultados decepcionantes de muchos ensayos, la situación de los enfermos de coronavirus ha ido mejorando gracias a tratamientos para dar soporte vital y tratar las complicaciones desencadenadas por la enfermedad.
Por Esther Samper, periodista especializada en salud y biomedicina
Madrid, 29 de junio (ElDiario.es).- Desde los comienzos de la pandemia de COVID-19, los medios de comunicación han dirigido sus focos a las vacunas en investigación y a posibles tratamientos que pudieran tener efectos contra el coronavirus y mejorasen el pronóstico de los pacientes. Los fármacos más mediáticos han sido el remdesivir y la hidroxicloroquina, pero también han destacado otras moléculas antivirales como el lopinavir o el ritonavir. Estos medicamentos ya se empleaban para tratar otras enfermedades infecciosas y su perfil de seguridad era bien conocido. Esto, unido a ciertos indicios que mostraban que podrían ser de ayuda contra el coronavirus, motivaron su utilización en ensayos clínicos y su aplicación por la vía compasiva.
Tras varios meses de evaluación a través de estudios clínicos, el único fármaco de este diverso colectivo que ha demostrado cierto y limitado beneficio es el remdesivir: acelera la recuperación en una media de cuatro días, aunque no se han observado mejoras estadísticamente significativas en la mortalidad de los pacientes tratados con este medicamento. Por otro lado, casi se ha descartado la hidroxicloroquina como opción terapéutica al no demostrarse, por el momento, utilidad ni para prevenir ni para curar a los pacientes afectados por la COVID-19. Tampoco hay indicios de que el lopinavir y el ritonavir aporten beneficios para la salud de los afectados por coronavirus. En todo caso, todos estos fármacos contra el coronavirus siguen evaluándose en ensayos clínicos para determinar mejor su papel.
A pesar de estos resultados decepcionantes, lo cierto es que la supervivencia de los pacientes afectados por la COVID-19 ha ido mejorando progresivamente gracias a mejoras en los protocolos de tratamientos que han estado en un segundo plano a lo largo de la pandemia: aquellos dirigidos a dar soporte vital y a tratar las complicaciones desencadenadas durante la enfermedad.
Aunque el glucocorticoide dexametasona saltó a los medios de todo el mundo la semana pasada como el “primer” fármaco que podría reducir la mortalidad por la COVID-19 en pacientes que requieren oxígeno o ventilación mecánica (los resultados se han difundido en un informe preliminar), su papel beneficioso para tratar el síndrome de distrés respiratorio agudo (SDRA) se conocía desde principios de febrero. Un ensayo clínico realizado en España observó que la administración temprana de este fármaco podía reducir la duración de la ventilación mecánica y la mortalidad en pacientes moderados-graves con este síndrome. Por esta razón, la dexametasona ya se usaba con frecuencia en la práctica clínica en nuestro país desde marzo para el tratamiento de pacientes de COVID-19 graves aquejados de este síndrome respiratorio.
La dexametasona, que atenúa la tormenta de citoquinas y el encharcamiento de los pulmones al poner freno al sistema inmunitario, no es la única estrategia terapéutica que está siendo valiosa para salvar las vidas de los pacientes más afectados por el coronavirus, a pesar de no ser útiles para combatir al propio virus. Gran parte de las muertes ocasionadas por la COVID-19 se producen por complicaciones desencadenadas por la reacción inflamatoria e inmunitaria descontrolada contra el coronavirus. El virus SARS-CoV-2 enciende la chispa en ciertas personas de riesgo para que esta reacción desproporcionada en el cuerpo humano tenga lugar, pero el que termina provocando muchos de los daños es el propio sistema inmunitario.
Además de la dexametasona para combatir la dificultad respiratoria, se han extendido otros tratamientos no farmacológicos para aumentar la supervivencia de los pacientes COVID-19. Una medida que se ha popularizado en esta pandemia es la colocación de las personas con dificultad respiratoria intensa y déficit de oxígeno en sangre en la posición de decúbito prono (tumbado boca abajo). Múltiples ensayos clínicos previos ya habían observado que esta posición incrementa la oxigenación de los pacientes con SDRA y aumenta su supervivencia, así que esta acción se ha extendido también a las personas más afectadas por el coronavirus.
Por otra parte, los pacientes que necesitan ventilación mecánica también reciben diversos fármacos para aumentar su confort y disminuir su gasto energético (reduciendo así tanto el consumo de oxígeno como la liberación de CO2, aliviando la dificultad respiratoria). Entre estos fármacos encontramos sedantes, analgésicos y varios fármacos que evitan la aparición de agitación o delirios.
Para determinados pacientes afectados por una dificultad respiratoria de extrema gravedad, en los que ya ni siquiera la ventilación mecánica resulta suficiente, el último recurso ha sido la oxigenación por membrana extracorpórea (más conocido por sus siglas: ECMO). El ECMO, que garantiza la oxigenación de la sangre, aunque los pulmones no sean funcionales, permite ganar tiempo hasta que estos órganos puedan recuperar cierta funcionalidad. La aplicación de esta especie de pulmón artificial se ha extendido por España durante el transcurso de la epidemia y alrededor de un centenar de personas lo han recibido como tratamiento en los 20 hospitales en España que reúnen las condiciones para aplicarlo.
Otra complicación que suele aparecer en los pacientes COVID-19 más graves es la formación de coágulos sanguíneos. Diversas sociedades médicas como el Colegio Americano de Cardiología o la Sociedad Internacional de Trombosis y Hemostasia recomiendan que todos los pacientes hospitalizados por COVID-19 reciban de forma profiláctica heparina (salvo que exista contraindicación) para evitar la aparición de coágulos. La evidencia científica sobre el beneficio para los pacientes es aún limitada y hay múltiples ensayos clínicos en marcha para aclarar su papel. De momento, sólo existen estudios observacionales que han observado mejora de la mortalidad en aquellos pacientes tratados con anticoagulantes.
Además de la aparición de coágulos sanguíneos, aproximadamente un 22 por ciento de los pacientes con COVID-19 que ingresan en cuidados intensivos sufren daño renal agudo. Estas personas necesitan tratamiento para sustituir parte o la totalidad de la función de los riñones y garantizar así la eliminación de sustancias tóxicas de la sangre. Entre las diferentes opciones, las guías clínicas suelen aconsejar la terapia de reemplazo renal continuo. Esta terapia básicamente consiste en un circuito fuera del cuerpo con un filtro por donde circula la sangre para eliminar toxinas y líquidos y, posteriormente, volver al cuerpo de forma constante.
Puede que un tratamiento específico contra el coronavirus tarde en llegar, pero gracias a los diferentes tratamientos dirigidos a las complicaciones de la COVID-19 y a garantizar el soporte vital, se ha podido reducir la mortalidad. De no ser por ellos, la cifra de 483 mil muertes en el mundo por coronavirus sería muy superior en la actualidad.